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La Democracia Social, 22 de enero 2019.


La democracia ocupa un lugar central en la contienda política, encontrándose su significado, realizaciones, horizontes y límites, en constante disputa. Qué democracia y cuánta democracia, son preguntas que se han planteado desde distintas perspectivas teóricas y políticas, y con diferentes propuestas.

Podemos establecer tres grandes conjuntos de concepciones acerca de la democracia: como sistema político, como procedimiento y como sociedad. En Chile, en los gobiernos de Alessandri, Frei y Allende, primó la democracia entendida como sistema político, donde los protagonistas fueron los partidos políticos, con la tensión ascendente de transformación en una democracia social impulsada por desafiadores externos, como los sindicatos obreros, campesinos y pobladores. La dictadura cívico-militar clausuró la democracia hasta que reabrió su horizonte en forma de democracia como procedimiento o democracia procedimental, que fue la concepción impuesta en la Constitución de 1980, por su ideólogo Jaime Guzmán. En los gobiernos de la transición a la democracia, liderados por la Concertación, la democracia retornó a la concepción que la considera un sistema político, pero ahora encuadrada y restringida por una Constitución autoritaria, que consagra y protege la primacía de la democracia procedimental.

La elite política y el duopolio dominante en el país (Nueva Mayoría y Coalición por el Cambio, antes: Concertación y Alianza por Chile), se cerró en torno a esta concepción restringida de democracia, pero debió ir afrontando con el paso de los años la emergencia de distintos actores sociales que se expresaban por más y mejor democracia: el pueblo mapuche, los movimientos estudiantiles, por la diversidad sexual y derechos ciudadanos, socioambientales, feministas, el Frente Amplio, entre otros.

En el siglo XXI, tanto en Chile como en América Latina, el horizonte de una sociedad democrática vuelve a surgir, con sus tres objetivos fundamentales: distribuir el poder, la riqueza y el bienestar social, entendiendo este último componente como la protección y el desarrollo de personas, comunidades y el medioambiente.

Si la democracia entendida como sistema político consiste en la primacía de la “representación”  de ciertos actores por sobre otros, primordialmente los partidos políticos, con el objetivo de mantener la gobernabilidad, y la democracia procedimental establece el apego a las instituciones como el elemento protagónico, la democracia social incorpora ambos elementos; en otras palabras, para la democracia social no hay contradicción entre una democracia representativa, una democracia participativa y el funcionamiento de las instituciones, sino que se complementan.

Ante la usurpación y limitación de las democracias de baja intensidad entendidas como sistema político o como procedimiento, y ante las posibles situaciones de ingobernabilidad que las democracias directas o asamblearias pueden constituir para los sistemas políticos, la democracia social equilibra representación e instituciones con participación, distribución del poder, la riqueza y bienestar social.

Un elemento histórico fundamental en torno al debate acerca de la democracia es la hegemonía del modelo liberal o neoliberal. La democracia entendida como sistema político, en conjunto a la democracia procedimental, se apegan al modelo económico y social del sistema neoliberal y tienen por objetivo su protección, que no es sino la promoción de la desregulación del mercado. El objetivo de, lo que podemos llamar, la democracia liberal es, entonces, mantener un sistema institucional y una serie de procedimientos encausados al amparo del libre mercado. En este sentido, la democracia social es, por un lado, un movimiento espontaneo de la propia sociedad que busca su protección ante el malestar, la desigualdad, la explotación y desposesión que los mercados desregulados reproducen sistemáticamente, y por otro, un movimiento de regulación del mercado y del poder.

Puede entonces enmarcarse la emergencia de una democracia social  como parte del “doble movimiento” que va desde la desregulación del mercado hacia la regulación del mismo, de la desprotección de la sociedad hacia su propia protección[1].

Si entendemos la democracia social como un contramovimiento espontaneo de la propia sociedad contra la democracia liberal y el mercado autorregulado, la cuestión de la soberanía popular no tarda en aparecer, es decir, la cuestión de que si es posible que gobierne el pueblo. Este contramovimiento espontaneo de soberanía popular encuentra como contraposición inmediata la democracia procedimental, planificada y elitista; planificada porque está sujeta a arreglos institucionales y administrativos, y elitista, porque esos arreglos son conformados por actores sociales minoritarios y van en su propio beneficio.

Respecto a la democracia como sistema político, la soberanía popular se encuentra con las tensiones entre participación y representación, mayorías y minorías, voluntad general y pluralismo. Un elemento central de estas tensiones radica en la sustantiva complejización de la sociedad y sus elementos de burocratización, que hacen que las decisiones políticas y económicas deban tomar distancia de los involucrados directos para centrarse en decisiones de tipo estatal. En este proceso histórico de estatización y burocratización de las decisiones políticas y económicas, la representación o democracia representativa liberal se quiere mostrar como la única forma capaz de resolver en torno a temas de gran escala, de escala estatal. Esta escala estatal debe considerar los elementos de mayoría y minorías, así como de voluntad general y de pluralismo, el consenso, los derechos humanos y la diversidad de opiniones e intereses.

No obstante, en la democracia liberal, los elementos aquí expuestos, incluidos los de consenso, derechos humanos y diversidad, son siempre sensibles de ser sometidos a un elemento supuestamente anterior: el mercado. Tal es así que los actores sociales que la sostienen están siempre dispuestos a clausurarla si dicha sustancia –el mercado– es cercado o cuestionado.

Por el contrario, la soberanía popular y la democracia social incorporan los elementos de la representación, las minorías, los derechos humanos, el pluralismo y el consenso, los que se deben expresar en las comunidades y en la vida cotidiana (ya sea en instituciones públicas, estatales o privadas), así como en la multiplicidad de economías (comunitaria, familiar, cooperativa).

En resumen, la democracia social no está en oposición a la democracia entendida como sistema político o la democracia procedimental, a las que incorpora y suma con los elementos de distribución del poder, la riqueza y el bienestar. La democracia social está en oposición a la primacía del mercado desregulado por sobre otras formas económicas y de vida, como la comunitaria, familiar y cooperativa. Allí radica su esencia y es lo que hace que la democracia social sea a la vez soberanía popular.

Por todo ello, la democracia social es más pluralista que la democracia liberal y al mismo tiempo supone la voluntad general, toma en mayor consideración tanto a las minorías como a las mayorías y se mueve entre formas de participación y representación, respetando y promoviendo los consensos, los derechos humanos y la diversidad.

Para lograr la democracia social, para lograr una sociedad verdaderamente democrática y el ejercicio de la soberanía popular, se requiere la distribución del poder y de la riqueza, así como el bienestar social, lo que implica el protagonismo de las personas y comunidades, en una palabra: la participación.

Hemos dicho que en una democracia social, participación y representación no se oponen, sino que se complementan, en tanto que son parte de las dinámicas propias de las comunidades, a diferencia de la democracia liberal y su objetivo de proteger la autorregulación del mercado por sobre los intereses de la sociedad misma, donde la participación no tiene cabida. El mercado autorregulado excluye la participación ciudadana, salvo en su forma de ciudadanía irresponsable y despolitizada, esencialmente consumista[2]. La ciudadanía irresponsable y despolitizada fue promovida por los gobiernos de la transición a la democracia, los gobiernos de la Concertación. 

La participación es también parte fundamental en este contramovimiento de la sociedad buscando protección contra el malestar, la desigualdad, la explotación y desposesión del modelo neoliberal y del mercado autorregulado. En el siglo XXI, América Latina vivió un proceso de democratización basado en la movilización social y la acción colectiva, contra sistemas políticos limitadamente democráticos. En Chile, las masivas movilizaciones de estudiantes secundarios, universitarios y la ola feminista, se han sumado a los movimientos socioambientales, mapuche y sectores de trabajadores como NO+AFP y subcontratados, para ir generando una democratización protagonizada por desafiadores externos al sistema político, al duopolio.

La participación ciudadana pone en entredicho el sistema de mercado porque busca también nuevas formas económicas como la comunitaria y cooperativa, con una lógica muchas veces solidaria y redistributiva.

La participación es, en el fondo, una contienda por el reconocimiento de identidades excluidas que operan con lógicas distintas y alternativas a la escala estatal, y al mismo tiempo, significa constitución de nuevos sujetos colectivos. Por mucho que, por ejemplo, las juntas de vecinos o los comités de allegados sean institución y posean reivindicaciones que atraviesan el Estado, sus lógicas operan como formas alternativas al mercado desregulado, por lo que se generan conflictos inevitables: la ampliación del plan regulador, la especulación inmobiliaria, etc., implican decisiones y dinámicas que superan a las personas y comunidades.

Así, la lógica e imposición de identidades externas a los propios sujetos (consumidores, clientes, endeudados, pacientes, etc.), se ven tensionadas por la dinámica propia de participación que, a su vez, implica un proceso de construcción de nuevas identidades colectivas y de politización (desde los movimientos sociales y diversos grupos de interés).

No obstante, las dinámicas de la participación bien pueden ser movilizadas por reivindicaciones o resistencias coyunturales, por lo que son temporalmente limitadas. Incluso las dinámicas de acción colectiva más profundas pasan por momentos de reflujo o hasta de clausura. Por lo que la participación misma requiere también de un proceso de institucionalización que transforme los objetivos reivindicativos o de resistencia, en ideales de ciudadanía. Es decir, la participación es el elemento fundamental para pasar de una ciudadanía irresponsable a una ciudadanía activa, que influya sobre su propia vida, en los procesos de control, de generación de propuestas, deliberación y decisiones.

La institucionalización de la participación tiene también por objetivo generar dinámicas colectivas sostenibles, puesto que las energías y niveles de compromiso que implica la democracia directa o asamblearia son utópicos en una sociedad habituada al individualismo, consumismo y la delegación.

Presupuestos participativos, consultas ciudadanas, consejos abiertos y transmitidos por medios de comunicación, redes de deliberación y planificación ciudadana, fortalecimiento de las juntas de vecinos y demás organizaciones comunitarias, son ejemplos de institucionalizaciones de la participación y de democratización social. Como la dinámica de la participación es vulnerable, requiere de la institucionalización como forma de establecer un ideal de ciudadanía activa y persistente, más allá de las coyunturas de acción colectiva.

De este modo, la democracia social, además de incluir a sus objetivos de distribución del poder, la riqueza y el bienestar social, los elementos de la democracia como sistema político (representación) y procedimental (institucionalización), incorpora también un elemento sumamente humano: el descanso, el ocio, la delegación, los intereses diversos, el individuo. En este sentido, la democracia social también supera a la democracia directa o asamblearia, incorporando sus elementos constitutivos, pero a su vez considerando las subjetividades y formas de vida del presente.





[1] Polanyi, Karl. La gran transformación. Ediciones de La Piqueta, 1989. Pp. 215; 218; 237.
[2] Garcia Linera, Álvaro. La potencia plebeya. Siglo del Hombre Editores y Clacso, 2009. P. 191. 

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