La democracia ocupa un lugar central en
la contienda política, encontrándose su significado, realizaciones, horizontes
y límites, en constante disputa. Qué democracia y cuánta democracia, son
preguntas que se han planteado desde distintas perspectivas teóricas y
políticas, y con diferentes propuestas.
Podemos establecer tres grandes
conjuntos de concepciones acerca de la democracia: como sistema político, como
procedimiento y como sociedad. En Chile, en los gobiernos de Alessandri, Frei y
Allende, primó la democracia entendida como sistema político, donde los
protagonistas fueron los partidos políticos, con la tensión ascendente de
transformación en una democracia social impulsada por desafiadores externos,
como los sindicatos obreros, campesinos y pobladores. La dictadura
cívico-militar clausuró la democracia hasta que reabrió su horizonte en forma
de democracia como procedimiento o democracia procedimental, que fue la
concepción impuesta en la Constitución de 1980, por su ideólogo Jaime Guzmán.
En los gobiernos de la transición a la democracia, liderados por la
Concertación, la democracia retornó a la concepción que la considera un sistema
político, pero ahora encuadrada y restringida por una Constitución autoritaria,
que consagra y protege la primacía de la democracia procedimental.
La elite política y el duopolio
dominante en el país (Nueva Mayoría y Coalición por el Cambio, antes:
Concertación y Alianza por Chile), se cerró en torno a esta concepción
restringida de democracia, pero debió ir afrontando con el paso de los años la
emergencia de distintos actores sociales que se expresaban por más y mejor
democracia: el pueblo mapuche, los movimientos estudiantiles, por la diversidad
sexual y derechos ciudadanos, socioambientales, feministas, el Frente Amplio,
entre otros.
En el siglo XXI, tanto en Chile
como en América Latina, el horizonte de una sociedad democrática vuelve a
surgir, con sus tres objetivos fundamentales: distribuir el poder, la riqueza y
el bienestar social, entendiendo este último componente como la protección y el
desarrollo de personas, comunidades y el medioambiente.
Si la democracia entendida como sistema
político consiste en la primacía de la “representación” de ciertos actores por sobre otros,
primordialmente los partidos políticos, con el objetivo de mantener la
gobernabilidad, y la democracia procedimental establece el apego a las
instituciones como el elemento protagónico, la democracia social incorpora
ambos elementos; en otras palabras, para la democracia social no hay contradicción
entre una democracia representativa, una democracia participativa y el
funcionamiento de las instituciones, sino que se complementan.
Ante la usurpación y limitación de las
democracias de baja intensidad entendidas como sistema político o como procedimiento,
y ante las posibles situaciones de ingobernabilidad que las democracias
directas o asamblearias pueden constituir para los sistemas políticos, la
democracia social equilibra representación e instituciones con participación,
distribución del poder, la riqueza y bienestar social.
Un elemento histórico fundamental en
torno al debate acerca de la democracia es la hegemonía del modelo liberal o
neoliberal. La democracia entendida como sistema político, en conjunto a la
democracia procedimental, se apegan al modelo económico y social del sistema
neoliberal y tienen por objetivo su protección, que no es sino la promoción de
la desregulación del mercado. El objetivo de, lo que podemos llamar, la
democracia liberal es, entonces, mantener un sistema institucional y una serie
de procedimientos encausados al amparo del libre mercado. En este sentido, la
democracia social es, por un lado, un movimiento espontaneo de la propia
sociedad que busca su protección ante el malestar, la desigualdad, la
explotación y desposesión que los mercados desregulados reproducen
sistemáticamente, y por otro, un movimiento de regulación del mercado y del
poder.
Puede entonces enmarcarse la emergencia
de una democracia social como parte del
“doble movimiento” que va desde la desregulación del mercado hacia la
regulación del mismo, de la desprotección de la sociedad hacia su propia
protección[1].
Si entendemos la democracia social como
un contramovimiento espontaneo de la propia sociedad contra la democracia
liberal y el mercado autorregulado, la cuestión de la soberanía popular no
tarda en aparecer, es decir, la cuestión de que si es posible que gobierne el
pueblo. Este contramovimiento espontaneo de soberanía popular encuentra como
contraposición inmediata la democracia procedimental, planificada y elitista;
planificada porque está sujeta a arreglos institucionales y administrativos, y
elitista, porque esos arreglos son conformados por actores sociales
minoritarios y van en su propio beneficio.
Respecto a la democracia como sistema político,
la soberanía popular se encuentra con las tensiones entre participación y
representación, mayorías y minorías, voluntad general y pluralismo. Un elemento
central de estas tensiones radica en la sustantiva complejización de la
sociedad y sus elementos de burocratización, que hacen que las decisiones
políticas y económicas deban tomar distancia de los involucrados directos para
centrarse en decisiones de tipo estatal. En este proceso histórico de
estatización y burocratización de las decisiones políticas y económicas, la
representación o democracia representativa liberal se quiere mostrar como la
única forma capaz de resolver en torno a temas de gran escala, de escala
estatal. Esta escala estatal debe considerar los elementos de mayoría y
minorías, así como de voluntad general y de pluralismo, el consenso, los
derechos humanos y la diversidad de opiniones e intereses.
No obstante, en la democracia liberal,
los elementos aquí expuestos, incluidos los de consenso, derechos humanos y
diversidad, son siempre sensibles de ser sometidos a un elemento supuestamente
anterior: el mercado. Tal es así que los actores sociales que la sostienen
están siempre dispuestos a clausurarla si dicha sustancia –el mercado– es
cercado o cuestionado.
Por el contrario, la soberanía popular y
la democracia social incorporan los elementos de la representación, las
minorías, los derechos humanos, el pluralismo y el consenso, los que se deben
expresar en las comunidades y en la vida cotidiana (ya sea en instituciones
públicas, estatales o privadas), así como en la multiplicidad de economías
(comunitaria, familiar, cooperativa).
En resumen, la democracia social no está
en oposición a la democracia entendida como sistema político o la democracia
procedimental, a las que incorpora y suma con los elementos de distribución del
poder, la riqueza y el bienestar. La democracia social está en oposición a la
primacía del mercado desregulado por sobre otras formas económicas y de vida,
como la comunitaria, familiar y cooperativa. Allí radica su esencia y es lo que
hace que la democracia social sea a la vez soberanía popular.
Por todo ello, la democracia social es
más pluralista que la democracia liberal y al mismo tiempo supone la voluntad
general, toma en mayor consideración tanto a las minorías como a las mayorías y
se mueve entre formas de participación y representación, respetando y
promoviendo los consensos, los derechos humanos y la diversidad.
Para lograr la democracia social, para
lograr una sociedad verdaderamente democrática y el ejercicio de la soberanía
popular, se requiere la distribución del poder y de la riqueza, así como el
bienestar social, lo que implica el protagonismo de las personas y comunidades,
en una palabra: la participación.
Hemos dicho que en una democracia
social, participación y representación no se oponen, sino que se complementan,
en tanto que son parte de las dinámicas propias de las comunidades, a
diferencia de la democracia liberal y su objetivo de proteger la
autorregulación del mercado por sobre los intereses de la sociedad misma, donde
la participación no tiene cabida. El mercado autorregulado excluye la
participación ciudadana, salvo en su forma de ciudadanía irresponsable y despolitizada, esencialmente consumista[2].
La ciudadanía irresponsable y despolitizada fue promovida por los gobiernos de
la transición a la democracia, los gobiernos de la Concertación.
La participación es también parte
fundamental en este contramovimiento de la sociedad buscando protección contra
el malestar, la desigualdad, la explotación y desposesión del modelo neoliberal
y del mercado autorregulado. En el siglo XXI, América Latina vivió un proceso de
democratización basado en la movilización social y la acción colectiva, contra
sistemas políticos limitadamente democráticos. En Chile, las masivas
movilizaciones de estudiantes secundarios, universitarios y la ola feminista,
se han sumado a los movimientos socioambientales, mapuche y sectores de
trabajadores como NO+AFP
y
subcontratados, para ir generando una democratización protagonizada por
desafiadores externos al sistema político, al duopolio.
La participación ciudadana pone en
entredicho el sistema de mercado porque busca también nuevas formas económicas
como la comunitaria y cooperativa, con una lógica muchas veces solidaria y
redistributiva.
La participación es, en el fondo, una
contienda por el reconocimiento de identidades excluidas que operan con lógicas
distintas y alternativas a la escala estatal, y al mismo tiempo, significa
constitución de nuevos sujetos colectivos. Por mucho que, por ejemplo, las
juntas de vecinos o los comités de allegados sean institución y posean
reivindicaciones que atraviesan el Estado, sus lógicas operan como formas
alternativas al mercado desregulado, por lo que se generan conflictos
inevitables: la ampliación del plan regulador, la especulación inmobiliaria,
etc., implican decisiones y dinámicas que superan a las personas y comunidades.
Así, la lógica e imposición de
identidades externas a los propios sujetos (consumidores, clientes, endeudados,
pacientes, etc.), se ven tensionadas por la dinámica propia de participación
que, a su vez, implica un proceso de construcción de nuevas identidades
colectivas y de politización (desde los movimientos sociales y diversos grupos
de interés).
No obstante, las dinámicas de la
participación bien pueden ser movilizadas por reivindicaciones o resistencias
coyunturales, por lo que son temporalmente limitadas. Incluso las dinámicas de
acción colectiva más profundas pasan por momentos de reflujo o hasta de clausura.
Por lo que la participación misma requiere también de un proceso de
institucionalización que transforme los objetivos reivindicativos o de resistencia,
en ideales de ciudadanía. Es decir, la participación es el elemento fundamental
para pasar de una ciudadanía
irresponsable a una ciudadanía activa, que influya sobre su propia vida, en
los procesos de control, de generación de propuestas, deliberación y
decisiones.
La institucionalización de la
participación tiene también por objetivo generar dinámicas colectivas
sostenibles, puesto que las energías y niveles de compromiso que implica la
democracia directa o asamblearia son utópicos en una sociedad habituada al
individualismo, consumismo y la delegación.
Presupuestos participativos, consultas
ciudadanas, consejos abiertos y transmitidos por medios de comunicación, redes
de deliberación y planificación ciudadana, fortalecimiento de las juntas de vecinos
y demás organizaciones comunitarias, son ejemplos de institucionalizaciones de
la participación y de democratización social. Como la dinámica de la
participación es vulnerable, requiere de la institucionalización como forma de
establecer un ideal de ciudadanía activa y persistente, más allá de las
coyunturas de acción colectiva.
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